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Siendo italiano en Barcelona, a menudo han buscado mi complicidad usando la expresión «Bocatto di cardinale» para transmitirme la exquisitez y delicadeza de un plato. Debo decir que no es una expresión de uso en Italia, simplemente no existe, pero es halagador que se usen palabras italianas para tal concepto. Los italianos valoramos en extremo nuestros platos y nuestros productos, en ocasiones, con un celo que roza la exageración. Esto se debe tal vez a la cantidad de malas imitaciones de delicatessen nacionales a las que tenemos que hacer frente. Recordemos, por ejemplo, la larga batalla para diferenciar el Parmigiano Reggiano de la larguísima lista de «parmesanos» de ínfima calidad que se producen en todo el mundo, por no hablar de las mozzarellas gomosas de barra o la infecta pseudo-mortadela que confundió durante años al público español respecto a este noble producto. El apego a la tradición culinaria y a los sabores de infancia nos hace conservar el recetario de la mamma como una reliquia y lo cierto es que soportamos mal el engaño culinario, un tema recurrente de conversación entre italianos. No soportamos que nos sirvan lambrusco de supermercado como si fuera vino de verdad, y menos aún pagarlo al triple de su justo precio. Nos ofenden las pizzas extravagantes de Telepizzas o Domino’s o las cadenas de comida pseudo italiana como La Tagliatella, que no representa ninguno de los valores de la gastronomía de nuestro país, uno de los cuales es que se puede comer bien y barato. Es por ello que tampoco podemos entender la pizza con 30 ingredientes, y nos hiere cuando alguno de ellos es piña o atún. Tampoco podemos digerir que un restaurante sirva pasta pasada de cocción o risotto a base de arroz parboiled o Basmati. En definitiva, el «bocatto di cardinale» no nos inspira confianza